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sábado, 27 de febrero de 2010

La alegría que nos roba la vida.




Cuando somos jóvenes esa alegría nos viene de forma constante y aunque tengamos etapas duras y tristes, la alegría lucha por salir adelante, y es porque aún perdura la alegría de la niñez que poco a poco nos va abandonando, toda esa inocencia se nos va yendo a medida que pasan los años; pero son tantas las ganas de vivir que tenemos, tanta la energía que queremos gastarla en risas y canciones, son tiempos en los que aún confiamos en los seres humanos, no conocemos la maldad todavía.
Pero todo comienza a cambiar a medida que nos vamos internando en el mundo real, cuando conocemos que hasta los seres que más amamos y en los cuales confiamos son capaces en ciertos momentos de herirnos y causarnos lesiones en el alma que nos han de durar toda la vida.
Poco a poco, vemos como esa alegría casi infantil va desapareciendo y comienza a aparecer otra forma de alegría, aquella que nos arranca una carcajada ante algo cómico pero que después desaparece, y creemos que ser adulto es actuar constantemente con seriedad, aunque muchas veces pensemos para nuestros adentros que querernos reirnos del mundo entero.
Los años siguen pasando y nos damos cuenta que hemos dejado de cantar y que hemos dejado de reir abiertamente, que hoy solo esbozamos una sonrisa y en contadas ocasiones una carcajada.
La vida nos va llenando poquito a poco de amarguras, los golpes que hemos recibido duelen y nos quitan hasta los deseos de vivir; pero no es eso realmente lo que sentimos, son pocos momentos en los que deseamos no vivir, aún mantenemos la esperanza de que la vida no es eso y comenzamos a comprender que somos los seres humanos los que nos echamos a perder esa vida tan preciosa que se nos ha regalado.
Y miramos al cielo, y nos llenamos de luz, nos llenamos de una alegría diferente a aquella que sentíamos en nuestra primera juventud, pero más plena y añoramos nuestro canto, nuestra risa, aquella llena de inocencia cuando aún la vida no había comenzado a querer matarnos el alma.
Una vez leí que siempre que llegábamos a cierta edad en la cual empezábamos a querer ser santos, pero creo que en realidad no queremos ser santos sino que comenzamos a verlo todo de forma diferente, comenzamos a pasar revista a lo que ha sido nuestra vida, comenzamos a analizar actitudes y los errores que hemos cometido; comenzamos a desnudar nuestra alma.
Pasamos revista a todo aquello que nos causó daño, y empezamos a perdonar y a perdonarnos cuando nos damos cuenta de que queremos irnos en paz, que queremos vivir lo que nos queda de vida tranquilos y llenos de sentimientos buenos para con todos aquellos que nos quitaron la alegría y en paz con todos aquellos a los que le quitamos la suya.
Y damos gracias al cielo porque al fin hemos encontrado un poco de paz, y damos las gracias porque hay otros que se van y no han podido hacerlo.
Y ya son otras cosas las que nos dan la felicidad, ya son los nietos, los hijos los que nos dan esos momentos de risa, de alegría aunque otras veces sean ellos mismos los que nos llenen los ojos de lágrimas y hagan que la angustia nos llene el corazón; y tal vez, por que no?, comenzamos a disfrutar de otras pequeñas cosas que en nuestro caminar no habíamos percibido.
Y nustros ojos se llenan de paz cuando miramos al cielo, cuando vemos la grandeza de la creación y nos invade una quietud inmensa, un sentido diferente de lo que es la felicidad después que hemos logrado desembarazarnos de muchos sufrimientos que hemos dejado en el camino; nuestra alma anda más ligera más plena.

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